Pese a la arrasadora modernidad, aún quedan dos de estos viejos establecimientos en los que bioquímicos mezclan minuciosa y rigurosamente diferentes sustancias para proveer la receta de sus clientes.
“Lo único que no tiene cura es la iglesia del pueblo' aquí curamos desde callos hasta males del corazón”, dice con picardía Javier Crespo, bioquímico y gerente de la farmacia Carmelita, una de las más antiguas de la ciudad y que, junto a la Bristol que tiene casi 80 años, aún aplica este sistema tradicional.
Pero la historia se remonta a finales del siglo XIX cuando llegó a la ciudad el italiano Domingo Lorini quien, además de fundar la Escuela de Farmacia en Bolivia en 1888, logró premios en París por sus afamados vinos y tónicos de coca y quinua.
“En esa época había poca diferencia entre medicina y farmacia, lo único que las distinguía era la práctica oficinal en las boticas, obligación que se mantuvo hasta 1930 y continuó como costumbre hasta los años 50”, rememoran Yolanda Morales y Javier Romay, autores del libro Pinceladas de farmacia.
En determinado momento sólo funcionaba la botica del Hospital General atendida por un hombre al que llamaban El Ojoso por los gruesos lentes que usaba, recuerda la costumbrista Elizabeth de Col, quien considera que en ese nosocomio se encuentra el museo de fármacos más completo de la ciudad.
Siempre vestidos con guardapolvo blanco y con un aura de superioridad y respeto, los farmacéuticos empleaban crisoles, morteros, vasos, embudos, probetas, jarras y balanzas para aplicar al pie de la letra cada fórmula y elaborar lociones, jarabes, tabletas, inyectables, colirios y supositorios que prometían sanar todo tipo de dolencias.
Una característica clave era el cuaderno de registro en el que anotaban metódicamente las preparaciones, la fecha y el nombre del paciente y del doctor que la pedía. Así se sabe, por ejemplo, que el 22 de mayo de 1958 la botica Carmelita preparó su primera receta.
El farmacéutico Ruddy Navia -propietario de Bristol- explica que para conservar las substancias utilizaban frascos especiales de vidrio. Es así que en su botica hay aún muebles repletos de redomas de todo tamaño y color, cada cual con su nombre inscrito.
Si bien muchas de estas recetas fueron industrializadas por diferentes laboratorios, algunas viejas fórmulas que todavía no se producen a nivel industrial mantienen con vida estas boticas.
De las 82.165 recetas que atesora Crespo, todavía prepara el jarabe de cafeína tal como lo hacía su padre, Raúl Crespo Palsa, creador de Laboratorios Crespal.
Mientras que Navia sigue haciendo cloruro de magnesio, muy demandado por su efectividad para tratar la artritis.
Por su morosa elaboración y los insumos empleados, por lo general estos remedios tenían un alto costo. No obstante, primaba la certeza de que eran productos garantizados y efectivos.
Al respecto, De Col recuerda que el doctor Gonzáles, dueño de la Nueva Oficina de Farmacia, era considerado el “padre de los pobres” porque socorría a quienes no podían pagar los medicamentos.
“Si la cerebrina no estaba al alcance del insomne, el doctor Gonzáles cambiaba la receta por caldo de ojo de vaca' así también recetaba mate de helecho a las mujeres que padecían de falta de leche materna”, cuenta.
Los boticarios, hoy
Una de las limitantes para continuar con esta práctica médica, ya con parámetros modernos y estándares de calidad, es la carencia de una industria farmacéutica que proporcione insumos.
“Si viajamos al exterior traemos pequeñas cantidades para hacer las preparaciones. Y si no encontramos, nos damos modos para hacerlas”, dice Crespo, quien se dedica a esta rama desde sus 11 años, como parte de un legado familiar.
Fuera de ello, en las universidades locales ya no instruyen sobre la “farmacia galénica”. “Es raro, porque en otros países esa farmacia está resurgiendo e incluso hacen preparados con maquinaria industrial”, agrega el especialista.
Con todo, los pocos boticarios que aún persisten en esta dedicada y comprometida labor esperan dejar su impronta para que las futuras generaciones continúen con su ciencia.
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