Coraje | Miguel tiene 20 años, Genny 25, Virginia 34 y Carla 17. Ellos son jóvenes alteños diagnosticados con VIH que no sólo están dando pelea a la enfermedad, sino también al pesimismo. Ellos asisten a un centro especializado recientemente inaugurado en El Alto.
A pesar de que sufre de una enfermedad incurable, Miguel sueña con formar una familia. “Ojala Dios me permita tener un hijo o adoptarlo, y cuidarlo una vez que finalice mi carrera como médico”, anhela el joven alteño de 20 años, al que se le diagnosticó VIH en 2008. De piel morena, delgado y mediana estatura; sus ojos tristes se delatan aún detrás de unas gafas escuras. Así como mastica lentamente el chicle que lleva en la boca, mastica diariamente los pesares de una enfermedad que cuando toca en la juventud, duele más -coinciden aquellos que la viven- porque “hay que enfrentar los sueños rotos”.
Miguel recibe atención el Centro Regional de Vigilancia y Referencia de ITS/VIH/Sida El Alto, que entre 2006 y 2010 ha contabilizado 101 casos de VIH/Sida, de los cuales 64 son varones y 37 mujeres. De ese total, 72 personas tienen edades entre 15 y 34 años, vale decir, la mayoría son jóvenes.
De acuerdo con el Programa Nacional ITS/VIH/ Sida, en Bolivia, entre 1984 y junio 2010, el número de casos notificados fue de 5.503. En el primer semestre del pasado año, el registro fue de 614 personas infectadas. En Santa Cruz 341, en Cochabamba 134 y en La Paz , 77 casos.
Siguiendo la misma fuente, la principal vía de transmisión es sexual, con un 84,13 por ciento; el contagio de madre a hijo, 2,10 por ciento; y por transfusión sanguínea, 0,82 por ciento. Sobre el resto no se tienen datos.
El Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) destruye el sistema de defensas del cuerpo, haciéndolo más vulnerable a las infecciones. Y el Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida (SIDA) es una enfermedad que representa la etapa avanzada de la infección por el VIH, cuando el cuerpo ya no tiene defensas y aparecen enfermedades oportunistas que pueden causar la muerte.
¿POR QUÉ A MI?
Según Frida Claros, psicóloga del programa de la ciudad de El Alto, la pregunta común del paciente que conoce de su diagnóstico seropositivo es: “¿Por qué me ha pasado a mí?. Entonces, dice la profesional, “se le explica que no es ningún castigo y que ahora existen medicamentos para controlar el VIH, ayuda psicológica y apoyo nutricionista”.
Desde su experiencia, Claros observa que tras conocer el diagnóstico, muchos pacientes se sumergen en la bebida, olvidan tomar los fármacos o definitivamente no lo hacen, se rinden desde un principio. Así, el sida se va desarrollando. Pero hay otros de voluntad férrea que lo combaten.
Para Genny, de 25 años, el dolor más grande que un joven debe enfrentar en estos casos, es “ver frustrados los sueños de hacer una familia”, lo que no ocurre con los mayores. “Éstos ya vivieron esa etapa de la vida. La mayoría de las mujeres, por ejemplo, sólo se preocupan por sus hijos”. Durante la adolescencia y la juventud -explica la psicóloga-, la persona pone en perspectiva su vida y la planifica en la medida de sus sueños. “Piensa estudiar, trabajar y tener una familia, pero cuando adquiere el virus del VIH, replantea sus planes”.
Aún con muchas dificultades, los estudios y el trabajo pueden ser viables según la salud lo permita -continúa la especialista-, pero el ámbito de la pareja se ve notablemente afectado. “La mayoría se pregunta: '¿Quién me va a aceptar con VIH?, ¿Quién va a entender lo que me pasó?, ¿Tendré alguien que me ame?, ¿Habrá el amor incondicional para mi?”
La psicóloga apunta que, normalmente, el adolescente es narcisista y, en este marco, así enfoca su vida sexual. “No lo hace por un sentimiento de amor, de respeto, sino de satisfacción, y cuando recibe el diagnóstico del VIH su experiencia sexual se reduce a algo vacío”. En cambio, la reacción de un adulto que ya ha vivido o que tiene una relación profunda con su pareja es, normalmente, de resignación. “Ellos dicen que se van a ocupar de sus padres, de sus hermanos; pero el adolescente siente que le falta por vivir”.
El mundo no se acaba
“En mi casa nadie sabe que tengo VIH”, cuenta Miguel, cuya sonrisa ha comenzado a aparecer una vez que ha relajado los nervios. El muchacho está sentado en una banca de una céntrica calle de El Alto, desde donde comparte su experiencia.
“Fueron criados a la antigua, renegarían y reclamarían de por qué y cómo fue”, argumenta su decisión de no decir a sus padres que tiene VIH. El veinteañero cuenta que a mediados de 2008 le diagnosticaron el virus. “Me duele saber que lo tengo, pero al final la vida sigue. Para nosotros el mundo no se acaba”, dice, mientras esboza una sonrisa.
El joven no tiene certeza de cómo se contagió; cree que pudo haber sido a través de una relación sexual sin protección o mientras hacía alguna práctica como estudiante de medicina. “Cuando me dieron el diagnóstico lo tomé tranquilo; la psicóloga me contó que otros querían matarse, yo no, yo dije: 'ni modo'”.
Para que sus padres no se enteren de su enfermedad, Miguel dice que toma sus medicamentos en su habitación y cerciorándose de que nadie lo vea. Además, dice haber sido testigo de la discriminación que sufrieron sus amigos por el mismo mal y no quiere que le pase lo mismo. Antes de conocer que era portador, Miguel soñaba con hacer una familia, quería tener, al menos, dos hijos. “No digo que no se pueda, pero no a costa de hacer daño alguien, como me lo hicieron a mi”.
Cuenta que a menudo sus amigos le preguntan por qué no tiene novia. Entonces él disimula y responde: “Tengo 20 años y metas, cuando esté 'bien parado' voy a pensar en eso”.
Una de sus metas es, precisamente, graduarse como médico. “Si Dios me permite, tendré un hijo, aunque tenga que adoptarlo, y tendré una carrera para cuidarlo”.
Un referente
Genny, por su parte, ha comenzado a relativizar eso de que “todo está perdido”. “Al principio negué totalmente la posibilidad de que un día fuera madre, pero después dije 'si se da, bien'. Sé que puedo embarazarme sin que mi hijo tenga VIH, pero no debo darle leche ni tener un parto normal”, reflexiona.
Amable y jovial es esta joven morena de cabello lacio. Ella es líder de los PVVS (Población Viviendo con VHI/sida) de la ciudad de El Alto. Su actitud de coraje y optimismo es un referente de esperanza para sus amigos.
Mientras aguarda en los pasillos del programa alteño al grupo que pasa clases de nutrición, Genny cuenta que vive con VIH desde hace seis años y que se infectó en una relación sexual no consentida. “Lamentablemente ese hombre era amigo de mi hermano, se aprovechó de mi angustia y dolor, porque había terminado con mi enamorado. Me invitó a salir y acepté, bebimos un par de cervezas y no recuerdo más. Desperté en su cuarto, avergonzada y dolida, me di cuenta que él se había aprovechado de mí, porque me había robado mi virginidad”.
Para esta joven, llegar virgen al matrimonio, tal como se lo había recomendado su madre, era importante. “Aún recuerdo las palabras de mi madre: 'si una mujer no llega virgen al matrimonio, ningún hombre la respeta y la trata como a una cualquiera'”.
Pero aquel hombre no sólo le había robado su “virginidad”, sino también la salud. Meses después de aquella experiencia, Genny comenzó a enfermar y sus padres la llevaron a médicos, naturistas y curanderos. En principio, un galeno le diagnosticó tuberculosis y la trató contra este mal.
Mientras aquello ocurría, se enteró que el hombre con quien había tenido relaciones sexuales falleció víctima del sida. La noticia alertó a Genny, que corrió a hacerse la prueba y resultó seropositiva. La noticia fue devastadora para la joven: “Planeé de mil formas cómo quitarme la vida, mis padres jamás lo iban a aceptar... Ahora sólo saben mis hermanos, pero no mis padres”.
Genny se graduó de Ciencias de la Educación en una universidad privada, realiza talleres de educación sexual en una organización no gubernamental y es líder de un GAMs (Grupo de Ayuda Mutua) de personas con VHI en El Alto.
Otra líder es Virginia, de 34 años, quien supo que era portadora del virus en abril de 2005. Tres meses después de esta noticia falleció su pareja que tenía sida.
“En ese momento, cuando murió, pedí a Dios que me dé valor y paciencia, no un milagro. Ahora soy activista por necesidad de conocer más sobre este mal. Adquirí el VIH a mis 28 años y desde entonces asumí convivir con él con responsabilidad”. Pero confiesa que la parte emocional es difícil de trabajar. “Cuando tienes una pareja y le cuentas tu diagnóstico, generalmente sale corriendo. Eso te baja la autoestima. Al principio, yo prácticamente decidí no tener pareja”.
Después de la muerte de su novio, Virginia conoció a otras personas, sin embargo, éstas se alejaron de ella al conocer que es seropositiva. Así, decidió no decirle nada a su nuevo compañero hasta que éste no esté bien informado acerca de la enfermedad.
“Los de mi trabajo, que saben que tengo VIH, me miraban 'chueco' al saber que mi pareja no conocía de mi diagnóstico. La presión social te ahoga, les dije que iba a decirle y que él decidiría si se queda o no conmigo. Entonces le dije y él decidió quedarse conmigo, pero no sé hasta cuando”.
Caminar hacia adelante
Carla todavía asimila el golpe. Hace dos semanas, esta joven de 17 años supo que tenía VIH. Pero sabe de golpes y malas noticias desde que era muy niña.
Temerosa y con voz tímida, Carla relata que a sus siete años ya deambulaba por las calles de El Alto; a los 13 se dedicó al trabajo sexual a fin de sobrevivir. Así fue que se infectó con un desconocido. “Esa noche estaba mareada y, aparte, tomé 'vuelo' (clefa). Me olvidé totalmente de todo y creo que ahí me pasó, sólo recuerdo que se llamaba Carlos y que me dejó 40 bolivianos”.
Carla quedó huérfana siendo niña y de su padre apenas tiene memoria; sólo evoca un mal recuerdo cuando aquel intentó violarla. Su vida fue muy dura, ahora lo es más, cuando lucha contra la tentación de salir a las calles, “perderse y olvidarlo todo”.
Pero en medio de su tristeza sus sueños se dejan ver: quiero empezar el tratamiento y estudiar veterinaria. “Debo seguir adelante y no dar marcha atrás”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario